viernes, 31 de agosto de 2012

Capítulo IV [Parte IV]


Mi compañera deja de mirar a la directora y vuelve la cabeza hacia mí lentamente, con una tranquilidad que hablan de su seguridad en sí misma. Clava sus ojos en mí, los cuales inmediatamente reemplazan la mirada amable por una hostil. Pero yo no me amedranto con facilidad.

—Las rosas son bellas, pero débiles —dice enarcando ligeramente una de sus rubias cejas—. La arrancan de su seno y no son capaces de encontrar la manera de nutrirse y sobrevivir en otro entorno. —Una de sus comisuras se eleva, rozando la perversidad en una media sonrisa—. Usted es bella, señorita Nightsin. Espero sin embargo que sea fuerte y sepa encontrar la manera de hacer de este colegio su hogar.

<<Aunque no seré yo quien te haga más fácil la tarea; al contrario>> es sin duda el verdadero final de su frase. Todo en su rostro me lo señala.

—Esa es una analogía apropiada, señorita Peterson —comenta la señora Haverford, que ha seguido nuestro pequeño interludio con interés—. Podría decirse que aquí, en Thornrose, se cultivan jóvenes y hermosas rosas. Sin embargo, la fortaleza de cada una de ellas varía mucho. Aquí enseñamos los conocimientos necesarios para lanzaros al mundo; pero no todas encuentran la manera de sentirse cómodas fuera de lo familiar ni hallan la forma de amoldar sus talentos a distintas circunstancias. Eso es porque no son talentos innatos, y una se desconcentra cuando debe aplicar algo fuera del entorno donde aprendió a ejercerlo. Por ello, señorita Nightsin, lo importante no es que consiga aprender los talentos femeninos que aquí enseñamos, sino que los interiorice hasta hacerlos formar parte de sí misma. Como un don natural.

Yo asiento.

El silencio se hace cargo de la situación, y enseguida sobreviene la incomodidad. Todas resistimos la situación plantadas en nuestro sitio, con los ojos fijos en nuestras figuras. Finalmente es la señorita Peterson quien pone fin al desagradable momento.

—Aún cuando estoy muy por delante de las demás en la elaboración del cojín, sin duda será imperdonablemente desconsiderado preocupar a la señora Graham con un retraso más prolongado de lo que cabe esperar por mi parte —comenta excusándose con voz tranquila. Sus ojos me atraviesan—. Señorita Nightasin, no me cabe duda de que tendremos la oportunidad de conocernos mejor, y aunque no lo haya expresado con palabras exactas, déjeme decirle que le doy la más sincera bienvenida.

Yo no contesto a su provocación. No con palabras al menos. Pero sin duda mis ojos se esfuerzan por transmitirle mi mordacidad. Ella lo capta y arquea levemente una ceja, pero no adorna aún más su hipócrita discurso.

—Vaya tranquila, señorita Peterson —la excusa la directora.

La joven retoma su misión, y se distancia de nosotras caminando con gracia en dirección al jardín. Yo permanezco en contra de mis deseos ahí, esperando que me ordenen lo que debo hacer. Me acecha una sensación desconsolada y deprimente.

—Abigail, acompaña a la nueva alumna a la clase de bordado.

Abigail se gira a mirarla, con el ceño fruncido.

—¿Ahora mismo, señora? ¿No sería más acertado concederle a la señorita Nightsin un par de horas para que se reponga del viaje?

La señora Haveford me mira fijamente. Ella está por debajo de mí, en el primer piso, mientras mi posición en el descansillo me hace estar más alta. Sin embargo, su mirada, tan intensa y oscura, me hace sentir inmensamente pequeña.

—No debemos tener compasión de nuestros errores. Y la impuntualidad es uno que hay que enderezar a tiempo, antes de que se adhiera a nuestros hábitos.

Sus palabras me caen como un jarro de agua fría. Lo último que me apetece es enfrentarme a lo que será mi rutina por un tiempo indefinido en este mismo instante. Había dado por supuesto que dispondría de un tiempo, por pequeño que fuese, para reflexionar sobre lo que va a suponer mi estancia aquí ahora que tengo datos con los que hacerme una aproximada idea. Todavía tengo que digerir el brusco cambio y tengo que armarme de fortaleza para resistir todos los envites que sin lugar a dudas mi futuro me tiene preparados. Y toda esa esperanza que he acumulado durante los últimos minutos y que me ha ayudado a sobrellevar la situación con cierto ánimo, se desmorona ahora, dejándome desprotegida de energía y de entusiasmo. Me siento como una hoja de otoño: marchita y sin voluntad, preparada para someterme a las órdenes del viento y dejar que me arrastren en la dirección que fuerzas superiores a mí elijan.

Pero no se me ocurre protestar. Y no tanto por falta de valor, aunque es verdad que la directora tiene un efecto demasiado intenso y negativo en mí. Es en honor a ese mismo efecto, ya que sin duda el que yo pronuncie palabra alargará su presencia allí, y siento la acuciante necesidad de huir de su atención. El suyo es uno de esos tormentos tan insoportables que aún teniendo la certeza de que alejarte de él significa enfrentarte otros padecimientos nuevos y desconocidos, prefieres arriesgarte a exponerte a ellos, esperando que tu entereza sea más capaz de hacerles frente. No sé qué emboscada me tendrá preparada la señorita Peterson y las demás alumnas o las profesoras, pero en este momento todo es más apetecible que permanecer aquí, expuesta a la impía mirada de la directora. 

miércoles, 29 de agosto de 2012

Portadas

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#2



Capítulo IV [Parte III]


—Es un retrato que resulta inconcebiblemente atrayente —comenta una voz femenina desde algún lugar cercano—. ¿No está de acuerdo?

Me sobresalto y levanto la cabeza hacia el tramo que conduce al ala este, donde descubro a una joven en lo alto de las escaleras. Es una adolescente muy hermosa, de cabellos rubios y mirada astuta de color zafiro. Su piel es extremadamente nívea. Solamente un rubor encantador, como rosas despertando del letargo de su invernal piel, irrumpen en su perfecta palidez.

—El silencio es una respuesta juiciosa cuando se desconoce la identidad del interlocutor, aunque tenga cuidado: también puede considerarlo una grosería cualquiera más sensible que yo. Por ello un comentario diplomático es siempre lo más acertado. Sin embargo, mi carácter me hace estar más inclinada a felicitarla por haber salido airosa de un intento de conversación que bien podría haberse tratado de una trampa. Por lo que, si bien tiene tendencias que pueden mejorarse, al menos no posee graves inconvenientes que corregir. Coincidirá conmigo cuando le digo que siempre es más fácil adoptar nuevas costumbres que desembarazarse de las que ya se poseen. Así que me atrevo a asegurarle que se encuentra en un punto de partida bastante bueno para llegar a ser el tipo de muchacha avispada que algún día alcanzará una posición encumbrada —dice ella. Sus vivaces ojos me miran desde arriba, acompañados por una sonrisa intrigante que me impide sentirme cómoda en su presencia.

—¿Ha reflexionado tantas cosas acerca de mí teniendo a mi tendencia al silencio como único dato para basar sus predicciones? —digo con voz cortante bajo la sombra de la desconfianza. Es una muchacha segura de sí misma y muy hábil a la hora de manejarse con la palabra. Pero desconfío de los motivos que la llevan a prestarme tanta atención. Dudo de haberle dado indicios de desear su conversación, y estoy segura de que tiene personas mejores a las que ofrecer sus discursos. Personas que al menos muestren agradecimiento por su atención. Sin embargo yo no soy ese tipo de persona. Es cierto que existen individuos que poseen una amabilidad innata que les empuja a ser considerablemente atentos con las personas de su entorno, pero la desconocida que tengo frente a mí no da la sensación de tener ese motivo ineludible.

—Vivimos en un mundo de halagos fáciles, pero más cumplidores qué sinceros. Y es de mala educación cuestionarlos —contesta ella con un deje de mofa—. Personalmente me ofende la gente que desprecia de un modo tan áspero mi amabilidad.

Yo parpadeo perpleja. Tal vez esas artimañas le sirvan con una joven a quien le importe su amistad, pero ya he decidido que no me interesa tenerla como amiga. Es sin duda alguien dominante y manipuladora si en un minuto de conversación ya ha logrado ponerme en la situación de tener que disculparme con ella y ponerme al servicio de su complacencia.

—Lamento tener que decirle que el conocimiento de su ofensa no va a arrancarme ninguna disculpa y mucho menos algún enmiendo. No retiro nada de lo dicho.

Si alguna vez he tenido la posibilidad de que me acepte como su compañera, acabo de perderla. Lo veo en su mirada; sus ojos han cambiado. Ya no son evaluadores y tibios. Ahora son fríos y calculadores. Y su sonrisa, aunque no ha desaparecido, ha adoptado un matiz que responde a una satisfacción perversa. Su expresión enciende una alarma en mí. Pero ya es tarde.

—Tiene un modo curioso de integrarse —dice simplemente—. No debería tirar piedras sobre su propio tejado.

Yo no respondo. La miro en silencio. Y ella lo interpreta del modo conveniente para decir su siguiente frase, la cual consigue erizarme el vello:

—Tal vez no sea realmente consciente de la importancia de ganarse mi simpatía, pero no se preocupe; yo la ayudaré a darse cuenta.

El retumbar de unos pasos que se acercan llega hasta nosotras, y casi inmediatamente surge Abigail del vano del vestíbulo seguida de la mujer del cuadro, la señora Haveford. Ambas nos detectan en las escaleras y se paran frente a nosotras, justo antes del inicio de la escalera.

—Miss Nightsin —dice la directora. Sus ojos me evalúan a través de unas lentes rectangulares, y me obligo a no temblar ante su escrutinio. Su mirada parece atrapar algo más que los relieves de mi silueta,… parece absorber cada secreto, cada pensamiento de mi mente. Es una sensación fría y desagradable, pero la afronto con la mayor serenidad que soy capaz de mostrar—. La esperábamos ayer por la tarde —comenta mientras sus ojos acaban su inspección en mi rostro, clavándome una mirada afilada.

—Lo siento —contestó yo—. Fue un viaje impredecible. —No añado más.

Ella no se molesta en decir nada ni hacer ningún gesto que me indique que su mente ha recibido mis palabras. Es como si jamás hubiera esperado una respuesta; como si solo hubiera sacado el tema para que me avergonzara de mi impuntualidad sin que me diera la opción de excusarme.

Su mirada se desvía hacia la desconocida que me ha amenazado, y con asombro y un mal presentimiento soy testigo de la transformación de su expresión. Sus ojos se suavizan y su boca se relaja en lo que en ella parece una sonrisa.

—Señorita Peterson —saluda con una voz mucho menos áspera—. Si no me equivoco, a esta hora suele estar bordando al mando de la señora Graham —a pesar de las palabras, su tono no es el propio para una reprimenda.

La señorita Peterson esboza una sonrisa encantadora.

—Como siempre, no hay persona que la iguale estando al tanto de todo cuanto está bajo su mando, señora Haveford —dice la rubia hipócrita con voz aduladora—. Es un privilegio estar bajo la responsabilidad de alguien tan atento. —Sonrisa—. Y soy lo suficientemente consciente de ello como para apreciarlo del debido modo, por lo que mi presencia fuera del aula tiene un motivo suscrito por la señora Graham. Me disponía a cortar una rosa del jardín delantero, a fin de que me sirviera de modelo para bordar la flor en el cojín que estoy cosiendo. —Otra sonrisa—. Me considero una gran admiradora de las rosas, y mi pasión por ellas ha hecho que aprecie a cada una de ellas de un modo singular, y ha alentado en mí el convencimiento de que cada una de ellas posee un encanto único. Pero temía que mi imaginación no supiera expresar su belleza del mismo modo que un vivo ejemplo.

—¿Un vivo ejemplo? —replico yo, molesta por la labia de mi compañera—. Una vez la arrancas de la tierra la rosa muere.


domingo, 26 de agosto de 2012

Capítulo IV [Parte II]


Aún estoy absorta en mi primera impresión con Thornrose pero soy consciente de la presencia de Aedan a mi lado aunque se conduce con sigilo. Aún y todo enseguida desconecto y me dejo mecer por la sensación inquieta y desoladora que me embebe a la vez que estudio la fachada, el jardín y la verja en busca de nuevos detalles que se me hayan pasado por alto en mi ansioso escrutinio anterior.

Cuando consigo liberarme un poco del influjo de Thornrose me encuentro con que Aedan ha desaparecido. Miro a mi alrededor, esperando encontrarlo en algún lugar insospechado, observando. Tiene la natural cualidad del sigilo y sabe ver sin ser observado e intervenir en caso de que considere que puede sacar provecho de la situación, como hizo conmigo en la posada. Aquel pensamiento acaba en una punzada de resentimiento.

Pero no hallo rastro de él. Lo único que encuentro es mi solitaria maleta en el suelo, muy cerca de mí. La cojo y echo un último vistazo a mi alrededor. Ya es media mañana y el sol está en camino de alcanzar su cenit, dotando de brillantez todo lo que abarca su mirada. Los árboles parecen haber crecido con el único propósito de recibir su cálida bendición y dejan que sus escamas rojas y naranjas se doren y se iluminen como tímidas estrellas.

De alguna manera me siento como si me estuviera despidiendo de algo. Todavía soy una desconocida en aquel lugar. Todavía nadie puede asociarme con la futura alumna del colegio a la que esperan. Todavía tengo la ocasión de renegar de las exigencias que pronto me esclavizarán por formar parte de sus dominios. Todavía estoy a tiempo de sentirme un poco más libre de lo que me sentiré dentro de unos momentos, cuando ellos memoricen mi nombre y mis rasgos y me incluyan entre las alumnas a las que moldear como una pieza uniforme más de la sociedad. Todavía estoy a tiempo de no figurar como alguien a quien vigilar constantemente y a quien censurar sus esperanzas.

Esbozo un triste suspiro y me enfrento a mi destino. Las puertas de la valla es tán abiertas y recorro el sendero de entrada hasta las puertas principales. Descargo mis puños contra la pesada madera y aguardo.

—¿Quién va? —Una voz de mujer grita desde el interior, pero abre una de las puertas sin esperar respuesta. Por un momento su rostro enrojecido y rubicundo de ojos azules luce extrañado, pero enseguida conecta todas las ideas de manera adecuada y su rostro se ilumina, reconociéndome.— Usted debe ser miss Nightsin —exclama con exagerada emoción—. Pase, pase.

La cofia blanca que lleva ajustada sobre sus cabellos cenicientos me revela que se trata de una criada. Sus ropas, humildes pero elegantes, la distinguen como un miembro de rango superior dentro de su condición. Muy probablemente se trate del ama de llaves.

Paso al interior y me doy de bruces con un amplio vestíbulo de baldosas mate en color  granate, adornadas con variados motivos florales.  Al fondo veo una gran escalera centrada, cuyos extremos se curvan hacia fuera, ensanchando su boca. Ambos extremos del pasamanos de manera barnizada se rematan con volutas. La escalera sigue una forma en Y; el primer tramo da a un amplio descansillo donde las escaleras se bifurcan y llevan al ala este o a la oeste.

—Espere aquí, señorita —me pide la mujer. Su cuerpo avanza en dirección al vano del lado derecho del hall, que parece dar a un pasillo repleto de puertas. Antes de desaparecer del todo, se gira para mirarme con gesto amable—. Por cierto, soy Abigail, el ama de llaves. No dude en consultarme cualquier duda que le surja. Estaré encantada de orientarla lo mejor que pueda.

Yo asiento con la cabeza. En cuanto su voluminosa figura escapa a mis ojos, continuó examinando el vestíbulo y los elegantes muebles de madera y adornos lujosos que lo visten. Pero lo que finalmente atrapa toda mi atención es el retrato a gran escala que pende de la pared del descansillo de la escalera. Ensimismada, subo los primeros peldaños y me detengo frente a él, estudiando los angulosos rasgos de la mujer. Aparenta una edad comprendida entre los 40 y los 50. No es una mujer hermosa, pero posee una seguridad palpable y una fuerza de voluntad que se manifiesta en sus ojos y su barbilla erguida que captan la atención. Su cabello es oscuro a  juego con sus ojos, y contrastan con su piel pálida y fría. Sí, fría. Sé que no puedo sacar semejante apreciación de un estudio visual a un cuadro inanimado, pero es una sensación intensa que me transmite y que no puedo evitar emplear para describirla.

viernes, 24 de agosto de 2012

Capítulo IV [Parte I]


—Ya hemos llegado —informa Aedan.

No ha dicho palabra hasta este preciso momento desde que discutiéramos; y yo tampoco.

Siempre me he considerado una persona observadora, que disfruta de la naturaleza, sobre todo la que viste los bosques. Son zonas independientes cuyas plantas se alimentan de rayos de sol y de su propia astucia para supervivir. Son áreas que están más allá del control humano y que florecen bajo sus propios dictados, y cubren de vegetación cada recoveco, encaramándose a cualquier superficie que consideren mínimamente habitable. Siempre me recuerda lo hermoso que sabe ser el mundo por sí mismo, y lo insignificante que es la humanidad al lado de una belleza tan silvestre y magnífica. Y son pensamientos que colman de placidez mi alma y que me encanta reproducir mientras mis ojos absorben la naturaleza que me rodea, sometiendo mi entorno a un escrutinio tan distraído y a la vez concentrado que capte detalles que necesitan de más atención que un simple golpe de vista; hasta poder personalizar el recuerdo de ese lugar dotándolo de pinceladas específicas que lo hagan único.

El trayecto en silencio que hemos recorrido lo he ocupado en reflexiones de esa índole, además de en ser consciente de la fascinante intriga que me provoca mi guía. Es sin lugar a dudas la persona más impredecible y enigmática que he conocido en mi vida, y eso hace que me interese de un modo casi obsesivo.

Ahora ha llegado el momento de abandonar la fantasía que me ha acompañado durante todo el camino, aquella que aún se esfuerza por convencerme de que aquel paseo tiene como único propósito deleitar mis sentidos y no acudir a la fatal cita con mi destino. Sin embargo ha llegado la hora de darle la mano a la realidad y serenarme.

El último tramo se empina cuesta arriba frente a mí, y semejante rasante me impide descubrir el colegio entre la espesura del bosque. Lo único que veo es a Aedan de espaldas a pocos metros de mí, sumido en una quietud contemplativa. Mis pies tratan de acelerar el paso y me ayudo agarrándole a los troncos más próximos que bordean la pendiente de suelo irregular, tratando de impulsarme con más seguridad y rapidez. Voy mirando al suelo, asegurándome de no dar un paso en falso, y por ello me pilla por sorpresa sentir la grande y cálida mano de Aedan posándose sobre una de las mías, aún encaramada a la corteza de un árbol. Levanto los ojos; su expresión es serena. Estoy ya muy cerca de la cima, muy cerca de él. Él me obliga a soltar el árbol y me ofrece su mano, y de un suave pero enérgico tirón me lleva hasta él, hasta la cumbre de la ladera. Es la primera vez que nuestros cuerpos entran en contacto. Y resulta extraño pero agradable.

La insólita tregua de la distancia autoimpuesta entre nosotros llega muy pronto a su fin, y una vez considera que guardo bien el equilibrio me suelta. Pero aún nuestros cuerpos permanecen muy cerca. Trato de distraerme de la rara sensación de saberlo próximo y busco el colegio con la mirada. Se alza enorme frente a mí, sin que ni una mísera hilera de árboles lo esconda a la vista. Está asentado sobre el alto de una montaña, sembrado en el centro de un amplio claro.

Sin ser demasiado consciente de lo que hago, dejo que mis pasos me acerquen al edificio, examinando con ansia cada elemento de la gigantesca mansión que va a ser mi hogar por mucho tiempo. A cada zancada un nuevo detalle me entra por los ojos y contribuye a la desfavorable opinión que voy formándome sobre el lugar.

Da la sensación de tratarse de un lugar frío. Sus paredes han sido recientemente reemplazadas; los rojizos ladrillos forman una pared lisa y uniforme, exudando elegancia y clase. Apenas han transcurrido diez años desde su reforma y desde que volviera a recuperar su carácter de colegio femenino, basando su renovado éxito en el prestigio que cosechara hace más de sesenta años. Ya sobrepasa el medio siglo la fecha de su inicial fundación y si había habido un parón en honor a reformarlo había sido por pura necesidad, ya que hacía aproximadamente cincuenta años un incendio calcinó sus muros hasta reducirlos a poco más que polvo. Solamente había sobrevivido al fuego el ala oeste del colegio y al parecer habían decidido mantenerlo intacto. Sus paredes ennegrecidas y hechas de bastos bloques de piedra imperfectamente superpuestos contrastan con el resto del caserón y ensalzan el aire sombrío que ya posee por sí solo, con un estilo arquitectónico realmente extravagante, esencialmente victoriano pero con marcados retazos góticos que se adivinan en el ala oeste. Las dos alas parten desde el centro de las paredes laterales del bloque central, que es como un gigantesco ladrillo, imponente y sólido. Las nuevas fachadas son extremadamente elaboradas. Me recuerda a un castillo medieval, ya que los extremos del bloque central son salientes y parecen medio cilindro pegado a una lisa superficie, como si fueran dos torreones. Posee dieciséis enormes ventanas alineadas horizontalmente a lo largo de dos pisos. Diviso la entrada principal, custodiada de amplios vanos, en el centro del frontispicio, con un saliente y blanco dintel que recuerda a los frontones clásicos triangulares. El tejado del bloque es horizontal y, si no está coronado por almenas, si lo está por una banca balaustrada de piedra.

El ala este sigue un patrón muy similar. Su fachada es de ladrillo rojizo y los ventanales son de grandes dimensiones y sobriamente rectangulares además de cuantiosos, enmarcados con elegantes diseños de talla en piedra, y con estructuras verde oscuro que dividen el cristal en dieciocho cuadrados perfectos. Su única particularidad en relación con el bloque central es el tejado, que es como la base de una pirámide a la que le hubieran cortado el pico, solo que tan alargada que bien las imaginarias dimensiones totales de ella podían haber sido propias del palacio de Cleopatra. La parte superior del techo es una lisa plataforma bordeada por una baja balaustrada de hierro que recuerda a una tira de fino encaje negro. De allí parten las cuatro caras laterales de un brillante tono grisáceo. La techumbre está adornada con chimeneas de piedra envejecida y más ventanas, estás más pequeñas y menos alargadas.

Pese a ser la parte más desagradable del colegio, lo cierto es que el ala oeste es lo más impresionante del edificio y ejerce una lúgubre fascinación en aquel que lo mira. A su lado, las rojas paredes, los elegantes balcones adornados de flores y las rectangulares y encantadoras sencillas ventanas del resto de la casa se ven insípidas y faltas de atractivo. En cambio me fascina la sensación añeja que me reporta mirar el ala oeste, casi como una oleada de polvo con olor a moho. Si suena desagradable, pero es una perfecta descripción -con la diferencia de que el impacto visual ejerce una influencia agradable en mí- de lo que me invade cuando contemplo sus ventanales acabados en pico, la balaustrada del techo que imitan a las almenas medievales, las atalayas que se encaraman a la fachada, majestuosas y melancólicas. Ese es sin duda uno de los detalles góticos más emblemáticos, los dos torreones que se erigen alineados sobre dos de las esquinas superiores del ala. Ambos son idénticos, con sus cónicos tejados escarpados acabados en una punta larga y afilada y las grotescas gárgolas sobresaliendo de él; con sus amplias ventanas de arcos ojivales divididas por un parteluz; con la luz lunar que cada noche se filtraría en su oscuro y desolado interior.

Lo siguiente que examino es el jardín delantero que tengo frente a mí. La entrada principal del colegio es afrancesada, con puertas dobles absolutamente de madera pero con altorrelieves de flores que compensan la falta de suntuosas cristaleras. Estos siguen diseños simétricos entintados de dorado que destacan sobre la madera pintada de blanco.  Ésta se encuentra en el bloque central y frente a ella se extienden un par de peldaños que llevan al camino principal, cubierto de gravilla y que conduce a la encumbrada verja negra que rodea el edificio y parte del terreno formando un rectángulo.  Personalmente la valla me parece un detalle innecesario y poco práctico frente a la protección natural que brinda la espesura del bosque. Aunque es probable que el bosque no sea el compañero amistoso que me empeño en suponer y albergue peligros de los que es recomendable guardarse.

Observo otro detalle que reclama mi atención: el camino de entrada está franqueado por parterres que acunan rosales blancos. Por supuesto, mi extrañeza no se basa en la especie escogida, es bien sabido que las rosas blancas como aquellas son una flor aconsejable para ornar el entorno de una dama grácil y respetable. De hecho, es una flor predecible para adornar un lugar como aquel. Sin embargo, el jardín parece dormido, descuidado. Las rosas crecen salvajes, no parecen haber sido podadas jamás. Muchas se resguardan bajo un laberinto de tallos espinosos que la protegen de la vanidad exterior, de aquellas manos humanas que quieren adueñarse de su belleza y matar su esplendor por envidia.

Lo que me intriga es que parece tratarse de una dejadez deliberada, dado que el edificio se conserva perfectamente, con un aspecto elegante y suntuoso que habla de ser merecedor de la alta estima en que se tiene. Y no solo el caserón. Parecen cuidar mucho los detalles; esto se ve en el camino de gravilla, en las frescas flores que agitan sus vivos colores en los alfeizares de las ventanas, en las hermosas fuentes escultóricas en correcto funcionamiento que se distinguen a cada lado del dividido jardín. No es, ni por asomo, un jardín abandonado. Y esa es la única excusa que podría tener para ostentar unas rosas de aspecto tan silvestre.