Mi compañera deja de mirar a la directora y vuelve la
cabeza hacia mí lentamente, con una tranquilidad que hablan de su seguridad en
sí misma. Clava sus ojos en mí, los cuales inmediatamente reemplazan la mirada
amable por una hostil. Pero yo no me amedranto con facilidad.
—Las rosas son bellas, pero débiles —dice enarcando
ligeramente una de sus rubias cejas—. La arrancan de su seno y no son capaces
de encontrar la manera de nutrirse y sobrevivir en otro entorno. —Una de sus
comisuras se eleva, rozando la perversidad en una media sonrisa—. Usted es
bella, señorita Nightsin. Espero sin embargo que sea fuerte y sepa encontrar la
manera de hacer de este colegio su hogar.
<<Aunque no seré yo quien te haga más fácil la
tarea; al contrario>> es sin duda el verdadero final de su frase. Todo en
su rostro me lo señala.
—Esa es una analogía apropiada, señorita Peterson
—comenta la señora Haverford, que ha seguido nuestro pequeño interludio con
interés—. Podría decirse que aquí, en Thornrose, se cultivan jóvenes y hermosas
rosas. Sin embargo, la fortaleza de cada una de ellas varía mucho. Aquí
enseñamos los conocimientos necesarios para lanzaros al mundo; pero no todas
encuentran la manera de sentirse cómodas fuera de lo familiar ni hallan la
forma de amoldar sus talentos a distintas circunstancias. Eso es porque no son
talentos innatos, y una se desconcentra cuando debe aplicar algo fuera del
entorno donde aprendió a ejercerlo. Por ello, señorita Nightsin, lo importante
no es que consiga aprender los talentos femeninos que aquí enseñamos, sino que
los interiorice hasta hacerlos formar parte de sí misma. Como un don natural.
Yo asiento.
El silencio se hace cargo de la situación, y enseguida
sobreviene la incomodidad. Todas resistimos la situación plantadas en nuestro
sitio, con los ojos fijos en nuestras figuras. Finalmente es la señorita
Peterson quien pone fin al desagradable momento.
—Aún cuando estoy muy por delante de las demás en la
elaboración del cojín, sin duda será imperdonablemente desconsiderado preocupar
a la señora Graham con un retraso más prolongado de lo que cabe esperar por mi
parte —comenta excusándose con voz tranquila. Sus ojos me atraviesan—. Señorita
Nightasin, no me cabe duda de que tendremos la oportunidad de conocernos mejor,
y aunque no lo haya expresado con palabras exactas, déjeme decirle que le doy
la más sincera bienvenida.
Yo no contesto a su provocación. No con palabras al
menos. Pero sin duda mis ojos se esfuerzan por transmitirle mi mordacidad. Ella
lo capta y arquea levemente una ceja, pero no adorna aún más su hipócrita
discurso.
—Vaya tranquila, señorita Peterson —la excusa la
directora.
La joven retoma su misión, y se distancia de nosotras caminando
con gracia en dirección al jardín. Yo permanezco en contra de mis deseos ahí,
esperando que me ordenen lo que debo hacer. Me acecha una sensación
desconsolada y deprimente.
—Abigail, acompaña a la nueva alumna a la clase de
bordado.
Abigail se gira a mirarla, con el ceño fruncido.
—¿Ahora mismo, señora? ¿No sería más acertado concederle
a la señorita Nightsin un par de horas para que se reponga del viaje?
La señora Haveford me mira fijamente. Ella está por
debajo de mí, en el primer piso, mientras mi posición en el descansillo me hace
estar más alta. Sin embargo, su mirada, tan intensa y oscura, me hace sentir
inmensamente pequeña.
—No debemos tener compasión de nuestros errores. Y la
impuntualidad es uno que hay que enderezar a tiempo, antes de que se adhiera a
nuestros hábitos.
Sus palabras me caen como un jarro de agua fría. Lo
último que me apetece es enfrentarme a lo que será mi rutina por un tiempo
indefinido en este mismo instante. Había dado por supuesto que dispondría de un
tiempo, por pequeño que fuese, para reflexionar sobre lo que va a suponer mi
estancia aquí ahora que tengo datos con los que hacerme una aproximada idea.
Todavía tengo que digerir el brusco cambio y tengo que armarme de fortaleza
para resistir todos los envites que sin lugar a dudas mi futuro me tiene
preparados. Y toda esa esperanza que he acumulado durante los últimos minutos y
que me ha ayudado a sobrellevar la situación con cierto ánimo, se desmorona
ahora, dejándome desprotegida de energía y de entusiasmo. Me siento como una
hoja de otoño: marchita y sin voluntad, preparada para someterme a las órdenes
del viento y dejar que me arrastren en la dirección que fuerzas superiores a mí
elijan.
Pero no se me ocurre protestar. Y no tanto por falta de
valor, aunque es verdad que la directora tiene un efecto demasiado intenso y
negativo en mí. Es en honor a ese mismo efecto, ya que sin duda el que yo
pronuncie palabra alargará su presencia allí, y siento la acuciante necesidad
de huir de su atención. El suyo es uno de esos tormentos tan insoportables que
aún teniendo la certeza de que alejarte de él significa enfrentarte otros
padecimientos nuevos y desconocidos, prefieres arriesgarte a exponerte a ellos,
esperando que tu entereza sea más capaz de hacerles frente. No sé qué emboscada
me tendrá preparada la señorita Peterson y las demás alumnas o las profesoras,
pero en este momento todo es más apetecible que permanecer aquí, expuesta a la
impía mirada de la directora.